El día de
hoy me propondré a contarles una historia que me parece interesante, ojalá
pudiera resultarles de la misma forma a ustedes. Debo aclarar que el tema a
tratar tiene mucho contenido religioso, sin por ello tratar de imponer el
verdadero mensaje del escrito ni tampoco hacerme el conocedor o erudito mandado
por Dios para encarrilar a sus ovejas. Mi fin es solamente contarles la
historia y dejarlos a ustedes como jueces así que no espero entrar en debate sobre la veracidad de los hechos que aquí se mencionan, es percepción única y personal.
La historia
la conocía desde hace mucho tiempo, desde que era un adolecente me impresionó e
impactó a la vez, sin llegar a asimilar todo su contenido en realidad, hoy no puedo decir que lo he conseguido, pero si me he formado un criterio. También
me gustaría aclarar que aunque se trata de un relato con clara temática
cristiana, la historia como tal no es oficial ni aparece plasmada en la Biblia.
Es una historia por algunos conocida y por otros no. La idea de llevarla a cabo
me ocurrió en un momento de reflexión sobre la fe y la crisis que vive la Iglesia.
Una cosa me llevó a la otra, al grado de plantearme una incógnita acerca del
significado del celibato y su importancia para la doctrina, pronto me olvide de
estos temas y fui transportado al inicio de nuestra era. Fue entonces donde
llegué a un punto tal de cuestionar nuestra naturaleza humana, de vislumbrar
cada uno de los defectos que nos caracterizan como individuos, lastres que arrastramos
cuál peste en lo más profundo dela persona, pero también la capacidad de
sobrellevarlo, reponernos y con un solo acto dar un paso al frente hacia la
inmortalidad. Eso para mí es la esencia de la leyenda del “Quo vadis” y el Apóstol San Pedro
y por medio de mi blog me gustaría compartirla con ustedes.
La historia
comienza en el antiguo Israel en la época de Jesucristo, disculparan la falta
de detalles bíblicos, los cuáles serán omitidos no por desconocimiento, sino
para aligerar el relato. En aquella época en la que el Hijo de Dios comenzaba su
ministerio. Fue así como se fue haciendo de seguidores fieles elegidos por él,
hombre tan humanos e imperfectos muestra verdadera de la sociedad. No iba el
Señor tomando a los poderosos, ni a los bien dotados, sólo el vislumbraba la
naturaleza de sus actos. En Galilea se hace también de un tosco
pescador con una fuerte personalidad, un personaje impulsivo y testarudo entre muchos otros defectos, un
personaje rudo y hasta autoritario que, sin embargo sintió gran atracción ante el
llamado del joven Rabino, quien les promete a él y a su hermano convertirlos en
“pesadores de hombres”. Todos los defectos descritos son sólo para acentuar su
imperfección, la cuál también podría ser opacada por sus virtudes. Es aquí
donde se cimentará la reflexión. Un hombre que se encariña con su maestro y que
le profesa una fe ciega como a su ministerio a tal grado de ser el primero en
reconocerlo como Hijo de Dios. Es también el hombre que después de recibir el
llamado de Jesús para caminar sobre las aguas en medio de la tempestad se arma
de coraje y se arroja, aunque su misma falta de fe lo hace caer.
El hombre
en quien Jesús encomendaría las riendas de su misión, bajo el enunciado: “La
Roca sobre la que edificaré mi Iglesia”. Más, algunos todavía nos preguntamos
como es que se elige a un hombre que acción tras acción da muestras de no ser
apto, de ser quizá el menos sobre el grupo de apóstoles que formaban parte del
mismo concejo. El hombre que después de que su maestro revelara su destino, se
ofuscara al grado de jurar permanecer siempre a su lado protegiéndolo, quien en
un momento de ira al ser Jesús apresado se deja apoderar por la rabia y la violencia
y desenvaina la espada de uno de los captores y de un tajo cortarle una oreja. Todos
ellos actos reprochados y condenados por su señor.
Quizá el
evento por todos reconocido y el más cuestionado de su vida fue el negar a su maestro
después de ser atrapado y enjuiciado. Un temor y una angustia enormes se
apoderaron de su ser e hizo que por tres ocasiones negara a Jesús, negara
siquiera conocerle y que rompiera en llanto apenas cantara el gallo al
totalmente avergonzado, humillado y minimizado recordar una predicción hecha en
la Última Cena. Parecía todo indicar que se trataba de un ser prepotente y
orgulloso y a la vez temeroso; un ser con fe ciega en una misión y aún así comprobada
su falta de fe, un hombre violento e intenso, pero a la vez avergonzado. Un
hombre con un equilibrio contradictorio entre defectos y virtudes que sin
embargo, fue encumbrado hasta la cúspide de una naciente religión, aquella
dictada por Jesús para ser el camino de vida y salvación y que cimentaría sus
inciertos y terribles inicios sobre los hombros de este hombre, de esta roca y
que como la promesa dicha “Sus puertas prevalecerían hasta el final de los
tiempos”.
Pero
entonces que fue lo que hizo San Pedro para merecer tal asignación, ¿que hizo
este hombre imperfecto para elevarse sobre los otros apóstoles y convertirse en
líder de la Iglesia que a la postre se convertiría en la más poderosa e
influyente del mundo por miles de años?
Creo que la
respuesta está en el final de sus días, en esos eventos que se desencadenaron
en el pentecostés y que son el verdadero origen de la Iglesia Católica. Es en
ese evento místico donde se da la verdadera transformación de los hombres, como
muestra de que el Espíritu de Dios los tocó y les arropó con una valentía y un
coraje que los haría enfrentar los miles de retos para llevar la misión de Dios
a cada rincón del mundo conocido. Fue después de comprender la verdadera
naturaleza del Mesías que fueron transformando sus destinos. Más este cambio es
más notorio en la persona de nuestro apóstol, el cuál de pronto se ve a sí
mismo como modelo y líder disputándose el poder de decisión y la validez de sus
palabras mediante milagros. Sería el principal líder a la hora de enfrentar acusaciones del Sanedrín de herejía y admitía a nuevos adeptos gentiles. Todo esto lo llevó a enfrentar adversidades, persecuciones
y señalamientos, pero para algunos su prueba más grande sería su propia muerte.
Esa misma
necesidad de aceptación nacía de sentirse culpable de un incierto pasado junto a su maestro y de la nube que sobre el
rondaba al recordarlo. Se arma de valor ya instaurado el decreto de llevar la
Buena Nueva también a los fieles siguiendo el ejemplo del apóstol San Pablo y decide que si realmente quiere hacer una
diferencia tiene que trasladarse al verdadero centro del mundo, lugar desde donde
buscaba darle un vuelco a su Misión, pero lugar donde los cristianos eran más
perseguidos y repudiados. Las ideas preconcebidas de los romanos sobre esta
nueva fe eran distorsionadas y la veían como una verdadera amenaza para todo el
estado, además de estar Roma gobernada por uno de los emperadores más crueles y
sanguinarios de su historia, Nerón, el cuál sentía un odio inexplicable hacia
los cristianos. Aún así San Pedro conocía los riesgos y tuvo la oportunidad de
ser merecedor de tantas atenciones de su maestro. Decide internarse en la
capital del estado más poderoso del mundo conocido, con el objetivo de sembrar
la semilla para que sus raíces se propagaran a cada rincón del majestuoso
imperio.
A
escondidas, siempre temeroso comienza a proclamar la palabra de Jesús desde las
catacumbas de la ciudad de Roma, donde se instauraría la Iglesia. Al final de
sus días parece que el hombre una vez señalado por sus debilidades, por sus
temores, comienza a ganarse el mérito de ser el líder de la Iglesia. Sin embargo
una vez más al sentir el asedio de sus perseguidores no es capaz de mostrar el
temple y coraje necesario, anteponiendo su propia integridad a una misión que
había jurado y se lo había propuesto, proteger con su vida como ya muchos
hermanos lo habían hecho. Turbado y angustiado y ante el temor de sus
seguidores que prefieren verlo lejos, pero a salvo se apresura para salir de la
ciudad, el quedarse, lo sabe, significa su muerte, decide dejar su misión a
medias para quizá intentarlo más tarde o continuar con ella desde otras
ciudades menos turbulentas y peligrosas. A gran prisa se traslada a las afueras
de la ciudad por una de las enormes calzadas de las que hacia gala la
infraestructura romana; la Vía Appia cuando a medio camino se encuentra con un
hombre que llama su atención y que se dirige en sentido contrario a él. Allí el
enunciaría la famosa frase:
- “Quo vadis, Domine” en latín “¿A donde vas,
Señor?
El hombre
lleva a cuestas una cruz y le contesta:
- ¡Voy a Roma, a ser crucificado de nuevo!
Es una
respuesta que lo estremece, cimbra cada parte de su cuerpo y de sus
sentimientos al recordar que es la misma pregunta que ya le había hecho una vez
cuando predijo su negación.
- ¿A donde
vas Señor?
- A donde
yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me seguirás después.
Es en ese
instante que por fin siente un cambio y toma una decisión que transformaría su
legado, entiende su destino y finalmente lo ha aceptado; es el quien tiene que
ser crucificado ahora. Con una resolución absoluta da media vuelta y regresa a
Roma a continuar con su ministerio. Al cabo de poco tiempo San Pedro sería
capturado y hecho prisionero. Sería un verdadero trofeo para Roma tener en sus
manos aquel que había sido asignado como líder de la Iglesia, volviéndose en su primer Papa y no dejarían
pasar la oportunidad de intimidar y dar un escarmiento con el ejemplo a su
creciente número de seguidores. San Pedro sería crucificado, sin embargo, al
final aún no se siente lo suficientemente digno de morir de la misma forma en
la que su maestro así que solicita ser ejecutado sobre la cruz pero boca abajo.
La recién nacida
Iglesia sufría una de sus más grandes pérdidas, moría uno de sus principales
fundadores y el asignado para dirigirla, más la
reacción no seria la esperada por las autoridades romanas, San Pedro moriría
como un mártir y se convertiría en estandarte para sus seguidores que veían en
todos lados hombres ser sacrificados por su fe, convirtiéndose en modelos de lo
que ser cristiano representaría en los siglos subsecuentes, donde serían
literalmente cazados y ejecutados de formas crueles.
La Iglesia Católica sobreviviría bajo la ciudad de Roma entre la suciedad y abandono de las catacumbas por más de 400 años hasta que un día
se elevó para convertirse en la religión oficial del Imperio más poderoso del
mundo. Tomando a San Pedro como uno de sus principales bastiones, fue esa
decisión en la Vía Appia la que le otorgó el merecimiento que toda su vida
había buscado y lo hizo trascender milenios y no hay duda de que lo seguirá haciendo,
convertirse en la Roca que cimienta la Iglesia y en el portador de las las llaves que abren las puertas
del cielo.
Nunca es
tarde para buscar darle un vuelco a
nuestra vida, no es necesaria la muerte para lograr trascender, basta dejar que
nuestras virtudes opaquen con su brillo nuestros defectos.
vacano, gracias por registrar la historia, realmene conmovedor.
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